miércoles, 20 de enero de 2016

Una cinta de Moebius



Hace treinta años; allí estaba yo, con la falda plis-plisada derramándose en cascadas perfectas hasta justo debajo de las rodillas ennegrecidas, con el pelo recogido en una coleta imposible, con mis eternas ojeras grises acunando los ojos. De pie en medio del patio y de la lluvia, tiritando, sintiendo el escalofrío de las gotas que resbalaban por mi espalda, bajo la camisa que alguna vez fue inmaculada. Observada. Observada por decenas de ojos bajo los soportales. La realidad cierta es la realidad percibida: miedo, resignación, templanza, distancia, karma. El pasado se me hace presente: suena el silbato y los ojos se mueven formando columnas de a dos; yo me coloco, impar, detrás de ellos, de los ojos, de ellas, de sus dueñas, cerrando la fila; don Olvidado me castiga: “No saldré a la intemperie cuando llueva, No saldré a la intemperie cuando llueva, No saldré a la intemperie cuando llueva…” Cien; tilde en la e; antes de pe y be, eme; con elle y con uve. Ellas me miran, escorzando, desde el borde de sus libros y leo en sus pupilas que se ríen medio palmo más abajo, cuchichean, gorgojean, rumian atrincheradas tras Garcilasos y Arciprestes impresos. (¿Inca Garcilaso tal vez él también, aquí, observado bajo la lluvia?) Lluvia de minúsculos papeles ahora, sobre mí, que transportan mensajes: China, lávate la cara. Cómete tú la mazamorra. ¿Es mugre o eres así? Límpiame las botas,  sorbe los mocos. Suena la campana un-día-más y me quedo a terminar mi castigo (saldré cuando llueva, intemperie, no a la cuando, llueva cuando intemperie la a saldré no) y ellas no estarán esperándome esta vez, se habrán ido recogidas por sus padres o sus ayas las que viven lejos, o paseando de a dos o de a tres bajo los paraguas las que viven cerca, salpicando en los charcos con las suelas de goma plisti-plasta mañana será otro día, danos el almuerzo.
Hace treinta años. Yo sabía por qué. Ellas eran níveas, rubias o morenas, yo era la madre de Charles Sutpen, la hija de Manco Capac, la hermana de cualquier envoltorio de donde nace el sol o simplemente, como ellas decían, aborigen. Las odiaba; sí, las odiaba con todo el rencor que es capaz de guardar el corazón de una niña, me insultaban sus ojos azules, sus piernas blancas, sus cintas en el pelo, sus mejillas arreboladas al calor de la estufa. Porque yo no era; no, no lo era entonces, hace tanto tiempo, cuando imaginaba lluvias de hollín, serpientes emplumadas vomitando llamaradas, jinetes oscuros regando con sangre la tarima de la clase, y ellas abrazándose aterrorizadas en un nudo de bucles rubios y pieles manchadas de negro y rojo, y yo mirándolas, extática, erguida, inexpugnable.
Rememoro esto ahora, una vida después, mirando por la ventana cómo, de nuevo, la lluvia hace saltar chispitas de los charcos y las gotas resbalan dulcemente desde las hojas del arce del jardín. Una de ellas se sienta detrás de mí (jamás me reconoció) esperando que empiece la sesión. El tiempo tiende a jugar a los disparates: mi pelo ha encanecido, el suyo luce un tinte oscuro y ajado; mis ojeras parecen haberse mudado a sus ojos glaucos que buscan una sombra en la que reposar. Por un instante me asalta la idea de que la vida devuelve lo que se ha invertido en ella, pero no es así: en realidad no lleva cuentas, no restaña heridas, no equilibra balanzas: no sabe nada de compensaciones ni deudas de sangre; sólo pasa, pasa, pasa suavemente en un continuo fluir, y me veo a mí misma zambulléndome en ella y dejándome llevar hasta donde quiera dejarme; mi historia sólo es un rastro invisible en la corriente. ¡Éramos tan distintas ella –ellas- y yo! Tan distintas que resultamos exactamente iguales, con la identidad perfecta de las piezas del Lego, como las infinitas formas de las galletas de Navidad, con la simetría matemática de un cubo reflejado en un espejo tintado. ¿Cuándo me di cuenta de esto? ¿Cuando esta ella que está sentada detrás de mí llegó a clase abofeteada por su padre? ¿Cuando aquélla otra ella hundió su pie en una trampilla y quedó coja de por vida? ¿Cuando mi sangre y la suya se mezclaron en un fugaz juramento de amistad? No; creo que en mi interior siempre lo supe, y por eso enfoqué mi odio en su blancura, en mi blancura especular, en mí misma; hasta que el odio se devoró a sí mismo y desapareció. Me vuelvo hacia ella (ahora, por fin, María) y la interrogo con la mirada. Me lo han dado -dice sonriente- ahora soy su jefa. Le devuelvo la sonrisa: -¿Cómo se lo tomará él? Me contesta que no lo sabe, que probablemente mal pero que tendrá que aceptarlo. Me habla de cuando él le permitió trabajar en su misma empresa con una expresión benevolente y poderosa, como quien concede una gracia, de cuando la ascendieron a jefa de sección y él torció un poco el gesto intentando mantener la compostura, de las noches de insomnio preparando ambos, a cara de perro, el proyecto de gerencia que a la postre ella ganó. Le pregunto qué cree que va a pasar ahora; no lo sabe, mira al suelo, está asustada. Me acerco  a ella y le tomo las manos; dejo que me mire a los ojos y le susurro al oído: has conseguido algo muy difícil en estos meses; te has dado cuenta de quién eres y de qué puedes hacer. Este es un camino que yo también recorrí, hace muchos años y en otras circunstancias, y me di cuenta de una cosa: de que eso es lo único importante; una vez que te valoras lo demás viene rodado. Ahora tienes el poder de hacer lo que quieras, y ese poder no emana de un puesto de gerente, ni de una posición de superioridad: viene de ti misma. Pero a veces ocurre que el poder te nubla y te domina, y es él y no tú quien vive tu vida: intenta evitarlo, úsalo con prudencia, ponte siempre en el lugar de quien tienes enfrente y todo irá bien. Ahora sal por la puerta y no mires atrás. Me despido de ella para siempre. Vuelvo a la ventana; sigue lloviendo y veo a María alejarse bajo el paraguas, sobre la hierba, entre la bruma, hacia su vida; casualmente, lleva puesta una falda plis-plisada derramándose en cascadas perfectas hasta justo debajo de las rodillas. Definitivamente los humanos somos tan diferentes unos de otros que es imposible distinguirnos.

viernes, 8 de enero de 2016

Noche de reyes





¡Vamos, Gaspar, monta en tu camello!
 No se mueve, sentado frente a la ventana que le muestra el oriente de Oriente, la mirada perdida en las lejanas montañas azules que delimitan el infinito que hay más allá. No se mueve, maldiciendo su destino de eterno repartidor de regalos y pérdidas, su vida triste, su cíclico no-hacer; maldiciendo el día en que siguió a la Estrella nefasta, que lo condenó a morar eternamente bajo el luminoso manto de Mitra: maldice ese sol eterno que azota sus viejos ojos, que llena el cuenco de su vida con una monótona y ya insoportable Luz divina que le hastía, que mantiene su cuerpo fresco y su mente vencida por brillantes neblinas.

¡Vamos, Gaspar, sube a tu camello!
 No se mueve, intentando romper el cinturón de angustia que hace siglos le aprisiona el alma, luchando por morir y llegar más allá de las montañas que lo encarcelan, pidiendo a cualquier dios que le libere del tormento de lo eterno, de lo estable, de lo inefable. Envidia a las rocas que el viento lima, a las aguas que se evaporan, a los mortales de futuro incierto. Quisiera ser grano de arena para volar en el viento y no volver.

¡Vamos, Gaspar, cabalga tu camello!
Ineluctable, trae el aire los olores de las flores de Oriente; perfume inmundo que todo lo llena y niega el sitio a otros aromas. ¡Pérfida similitud del cosmos y de la vida eterna, que se reproducen a sí mismos inexorablemente! No hay lugar para el cambio ni para el tiempo en su existencia, que se debate impotente en un limbo sin salida. Sin salida. Nada más insoportable.

Como cada cinco de enero, se levanta del sillón frente a las montañas azules y acompaña -ni el primero ni el último, ni siquiera el más querido- a sus compañeros. Es noche de reyes.