Te oigo
caminar bajo la inmensa luna del desierto; tus pasos se hunden en la arena
dormida levantando finas volutas que rodean los tobillos y ascienden perezosas
hasta perderse en la sombra de tu cuerpo. Caminas desnuda, cómo no, bañada en
la plata suspendida en el aire, respirándola, cubriendo de brillo cada
centímetro de tu piel morena y convirtiéndote en un cuadro de Klimt.
Te oigo
respirar el aire tibio que llena el espacio al compás del crujir de las palmeras.
Te oigo y quisiera ser el aire que entra en tu boca e insufla tu cuerpo de
vida, recorrer tus venas una a una, asomarme en las ventanas de tus ojos,
fundirme en el torrente cálido de tu sangre, llenarte de mí.
Oigo a
la brisa susurrarte en el oído, acariciar tu cuerpo, rodearlo, colarse en la
columnata de tus piernas, jugar entre ellas, besar tus hombros, despejar tu
rostro… Envidio a esa brisa que te acuna día tras día y quiero ser ella, y
volar desde los confines del mar hasta tu jaima.
Te oigo
conversar con las plantas del estanque, llamarlas por sus nombres, rosa del
desierto, zilla, tamarisco. Escucho en silencio cada sílaba como un dulce puñal
que me atraviesa y deja una estela perfumada en mi pecho: TA MA RIS CO y juego
con las letras formando anagramas: rosa, trama, atasco, craso, cita… amor. Y deseo
ser flor para que me pongas nombre.
Te oigo
beber el agua del pozo escondido, oigo las gotas que escapan y se descuelgan
hasta tu pecho en sinuosos caminos, las que humedecen tus labios y los hacen
brillar como estrellas, las que perlan tu frente, adornan tus hombros, salpican
tu vientre y me hacen querer ser fluido para pintar senderos en tu piel.
Te oigo
volver despacio y acostarte a mi lado, abrazar mi espalda, besar mi nuca. No
quiero ser otra cosa que quien comparte tus noches, aliento, aire agua, flor,
quien comparte tus días, quien comparte tu vida.