jueves, 10 de noviembre de 2016

Cartas de los sentidos III



Te oigo caminar bajo la inmensa luna del desierto; tus pasos se hunden en la arena dormida levantando finas volutas que rodean los tobillos y ascienden perezosas hasta perderse en la sombra de tu cuerpo. Caminas desnuda, cómo no, bañada en la plata suspendida en el aire, respirándola, cubriendo de brillo cada centímetro de tu piel morena y convirtiéndote en un cuadro de Klimt.

Te oigo respirar el aire tibio que llena el espacio al compás del crujir de las palmeras. Te oigo y quisiera ser el aire que entra en tu boca e insufla tu cuerpo de vida, recorrer tus venas una a una, asomarme en las ventanas de tus ojos, fundirme en el torrente cálido de tu sangre, llenarte de mí.
Oigo a la brisa susurrarte en el oído, acariciar tu cuerpo, rodearlo, colarse en la columnata de tus piernas, jugar entre ellas, besar tus hombros, despejar tu rostro… Envidio a esa brisa que te acuna día tras día y quiero ser ella, y volar desde los confines del mar hasta tu jaima.

Te oigo conversar con las plantas del estanque, llamarlas por sus nombres, rosa del desierto, zilla, tamarisco. Escucho en silencio cada sílaba como un dulce puñal que me atraviesa y deja una estela perfumada en mi pecho: TA MA RIS CO y juego con las letras formando anagramas: rosa, trama, atasco, craso, cita… amor. Y deseo ser flor para que me pongas nombre.

Te oigo beber el agua del pozo escondido, oigo las gotas que escapan y se descuelgan hasta tu pecho en sinuosos caminos, las que humedecen tus labios y los hacen brillar como estrellas, las que perlan tu frente, adornan tus hombros, salpican tu vientre y me hacen querer ser fluido para pintar senderos en tu piel.

Te oigo volver despacio y acostarte a mi lado, abrazar mi espalda, besar mi nuca. No quiero ser otra cosa que quien comparte tus noches, aliento, aire agua, flor, quien comparte tus días, quien comparte tu vida.

martes, 8 de noviembre de 2016

Cartas de los sentidos II



Ella solía mirar tras las ventanas el paso de las nubes e imaginar formas geométricas en ellas, semicírculos fundidos, fractales minúsculos, cúmulos de elipses; el viento de otoño rasgaba las formas y desbarataba la geometría perfecta pensada, la convertía en una imagen indefinible, cambiante, incontrolable, agotadora. En esos momentos bajaba la vista hacia la avenida y la reposaba en sus aceras rectas y en su perspectiva infinita surcada por pasos de cebra y cruces ortogonales; en la verticalidad de los edificios de cristal y acero, en el cíclico cambiar de las luces de los semáforos.

El solía mirar desde la colina el paso de las nubes e imaginar formas vivas en ellas, serpientes enroscadas, tormentas de flor de algodón, jugueteo de sábanas; el viento de otoño rasgaba las formas, desbarataba la vida pensada y en un juego de metamorfosis la transformaba en seres imaginarios a veces terribles. En esos momentos bajaba la vista hacia la llanura y la reposaba en el camino flanqueado de alerces que se perdía, en una perspectiva infinita, en el horizonte brumoso que escondía al gran río.

Ella miraba su vida como un proyectil que perdía impulso, presa del rozamiento de lo rutinario, frenado por docenas de obstáculos en los que dejaba una mínima parte de su fuerza hasta casi agotarla. Miraba cada batalla con desesperanza, sabiendo una victoria cada vez más difícil, atisbando una futura derrota que se acercaba implacable, impasible.

El miraba su vida como un torrente que llega al valle y deja de golpear las piedras, tiende a rodearlas, ignorarlas, se enlentece; rehúye la batalla sabiendo una derrota segura y se dispersa en meandros donde los niños depositan sus barcos de papel y bañan a sus animales, llevando en sus aguas todo el peso del mundo.

Ella miraba fotografías antiguas y le vio a él cuando compartieron distancia; recordó su rostro anguloso, sus manos pequeñas; que cruzaron dos palabras olvidadas y el reflejo de una mirada tras las copas de vino. Sin saber por qué, lo anheló: anheló un rostro y unas manos, unas palabras y una mirada.

El miraba sus recuerdos y la vio falda recta y risa fácil; recordó dos palabras grabadas a fuego y el reflejo de una mirada tras las copas de vino. Sabiendo por qué, la anheló: anheló una falda y una risa, dos palabras y una mirada.

Ignorantes del destino, jamás volvieron a verse.