Hace treinta
años; allí estaba yo, con la falda plis-plisada derramándose en cascadas
perfectas hasta justo debajo de las rodillas ennegrecidas, con el pelo recogido
en una coleta imposible, con mis eternas ojeras grises acunando los ojos. De
pie en medio del patio y de la lluvia, tiritando, sintiendo el escalofrío de
las gotas que resbalaban por mi espalda, bajo la camisa que alguna vez fue
inmaculada. Observada. Observada por decenas de ojos bajo los soportales. La
realidad cierta es la realidad percibida: miedo, resignación, templanza,
distancia, karma. El pasado se me hace presente: suena el silbato y los ojos se
mueven formando columnas de a dos; yo me coloco, impar, detrás de ellos, de los
ojos, de ellas, de sus dueñas, cerrando la fila; don Olvidado me castiga: “No
saldré a la intemperie cuando llueva, No saldré a la intemperie cuando llueva,
No saldré a la intemperie cuando llueva…” Cien; tilde en la e; antes de pe y
be, eme; con elle y con uve. Ellas me miran, escorzando, desde el borde de sus
libros y leo en sus pupilas que se ríen medio palmo más abajo, cuchichean,
gorgojean, rumian atrincheradas tras Garcilasos y Arciprestes impresos. (¿Inca
Garcilaso tal vez él también, aquí, observado bajo la lluvia?) Lluvia de
minúsculos papeles ahora, sobre mí, que transportan mensajes: China, lávate la
cara. Cómete tú la mazamorra. ¿Es mugre o eres así? Límpiame las botas, sorbe los mocos. Suena la campana un-día-más y
me quedo a terminar mi castigo (saldré cuando llueva, intemperie, no a la
cuando, llueva cuando intemperie la a saldré no) y ellas no estarán esperándome
esta vez, se habrán ido recogidas por sus padres o sus ayas las que viven
lejos, o paseando de a dos o de a tres bajo los paraguas las que viven cerca,
salpicando en los charcos con las suelas de goma plisti-plasta mañana será otro
día, danos el almuerzo.
Hace treinta
años. Yo sabía por qué. Ellas eran níveas, rubias o morenas, yo era la madre de
Charles Sutpen, la hija de Manco Capac, la hermana de cualquier envoltorio de donde
nace el sol o simplemente, como ellas decían, aborigen. Las odiaba; sí, las
odiaba con todo el rencor que es capaz de guardar el corazón de una niña, me
insultaban sus ojos azules, sus piernas blancas, sus cintas en el pelo, sus
mejillas arreboladas al calor de la estufa. Porque yo no era; no, no lo era
entonces, hace tanto tiempo, cuando imaginaba lluvias de hollín, serpientes
emplumadas vomitando llamaradas, jinetes oscuros regando con sangre la tarima
de la clase, y ellas abrazándose aterrorizadas en un nudo de bucles rubios y
pieles manchadas de negro y rojo, y yo mirándolas, extática, erguida,
inexpugnable.
Rememoro esto
ahora, una vida después, mirando por la ventana cómo, de nuevo, la lluvia hace
saltar chispitas de los charcos y las gotas resbalan dulcemente desde las hojas
del arce del jardín. Una de ellas se sienta detrás de mí (jamás me reconoció)
esperando que empiece la sesión. El tiempo tiende a jugar a los disparates: mi
pelo ha encanecido, el suyo luce un tinte oscuro y ajado; mis ojeras parecen
haberse mudado a sus ojos glaucos que buscan una sombra en la que reposar. Por un
instante me asalta la idea de que la vida devuelve lo que se ha invertido en
ella, pero no es así: en realidad no lleva cuentas, no restaña heridas, no
equilibra balanzas: no sabe nada de compensaciones ni deudas de sangre; sólo
pasa, pasa, pasa suavemente en un continuo fluir, y me veo a mí misma
zambulléndome en ella y dejándome llevar hasta donde quiera dejarme; mi
historia sólo es un rastro invisible en la corriente. ¡Éramos tan distintas
ella –ellas- y yo! Tan distintas que resultamos exactamente iguales, con la
identidad perfecta de las piezas del Lego, como las infinitas formas de las
galletas de Navidad, con la simetría matemática de un cubo reflejado en un
espejo tintado. ¿Cuándo me di cuenta de esto? ¿Cuando esta ella que está sentada
detrás de mí llegó a clase abofeteada por su padre? ¿Cuando aquélla otra ella
hundió su pie en una trampilla y quedó coja de por vida? ¿Cuando mi sangre y la
suya se mezclaron en un fugaz juramento de amistad? No; creo que en mi interior
siempre lo supe, y por eso enfoqué mi odio en su blancura, en mi blancura
especular, en mí misma; hasta que el odio se devoró a sí mismo y desapareció.
Me vuelvo hacia ella (ahora, por fin, María) y la interrogo con la mirada. Me
lo han dado -dice sonriente- ahora soy su jefa. Le devuelvo la sonrisa: -¿Cómo
se lo tomará él? Me contesta que no lo sabe, que probablemente mal pero que
tendrá que aceptarlo. Me habla de cuando él le permitió trabajar en su misma
empresa con una expresión benevolente y poderosa, como quien concede una
gracia, de cuando la ascendieron a jefa de sección y él torció un poco el gesto
intentando mantener la compostura, de las noches de insomnio preparando ambos,
a cara de perro, el proyecto de gerencia que a la postre ella ganó. Le pregunto
qué cree que va a pasar ahora; no lo sabe, mira al suelo, está asustada. Me
acerco a ella y le tomo las manos; dejo
que me mire a los ojos y le susurro al oído: has conseguido algo muy difícil en
estos meses; te has dado cuenta de quién eres y de qué puedes hacer. Este es un
camino que yo también recorrí, hace muchos años y en otras circunstancias, y me
di cuenta de una cosa: de que eso es lo único importante; una vez que te
valoras lo demás viene rodado. Ahora tienes el poder de hacer lo que quieras, y
ese poder no emana de un puesto de gerente, ni de una posición de superioridad:
viene de ti misma. Pero a veces ocurre que el poder te nubla y te domina, y es
él y no tú quien vive tu vida: intenta evitarlo, úsalo con prudencia, ponte
siempre en el lugar de quien tienes enfrente y todo irá bien. Ahora sal por la
puerta y no mires atrás. Me despido de ella para siempre. Vuelvo a la ventana;
sigue lloviendo y veo a María alejarse bajo el paraguas, sobre la hierba, entre
la bruma, hacia su vida; casualmente, lleva puesta una falda plis-plisada
derramándose en cascadas perfectas hasta justo debajo de las rodillas.
Definitivamente los humanos somos tan diferentes unos de otros que es imposible
distinguirnos.