viernes, 8 de enero de 2016

Noche de reyes





¡Vamos, Gaspar, monta en tu camello!
 No se mueve, sentado frente a la ventana que le muestra el oriente de Oriente, la mirada perdida en las lejanas montañas azules que delimitan el infinito que hay más allá. No se mueve, maldiciendo su destino de eterno repartidor de regalos y pérdidas, su vida triste, su cíclico no-hacer; maldiciendo el día en que siguió a la Estrella nefasta, que lo condenó a morar eternamente bajo el luminoso manto de Mitra: maldice ese sol eterno que azota sus viejos ojos, que llena el cuenco de su vida con una monótona y ya insoportable Luz divina que le hastía, que mantiene su cuerpo fresco y su mente vencida por brillantes neblinas.

¡Vamos, Gaspar, sube a tu camello!
 No se mueve, intentando romper el cinturón de angustia que hace siglos le aprisiona el alma, luchando por morir y llegar más allá de las montañas que lo encarcelan, pidiendo a cualquier dios que le libere del tormento de lo eterno, de lo estable, de lo inefable. Envidia a las rocas que el viento lima, a las aguas que se evaporan, a los mortales de futuro incierto. Quisiera ser grano de arena para volar en el viento y no volver.

¡Vamos, Gaspar, cabalga tu camello!
Ineluctable, trae el aire los olores de las flores de Oriente; perfume inmundo que todo lo llena y niega el sitio a otros aromas. ¡Pérfida similitud del cosmos y de la vida eterna, que se reproducen a sí mismos inexorablemente! No hay lugar para el cambio ni para el tiempo en su existencia, que se debate impotente en un limbo sin salida. Sin salida. Nada más insoportable.

Como cada cinco de enero, se levanta del sillón frente a las montañas azules y acompaña -ni el primero ni el último, ni siquiera el más querido- a sus compañeros. Es noche de reyes.

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