Ella solía mirar tras las ventanas el paso de
las nubes e imaginar formas geométricas en ellas, semicírculos fundidos,
fractales minúsculos, cúmulos de elipses; el viento de otoño rasgaba las formas
y desbarataba la geometría perfecta pensada, la convertía en una imagen
indefinible, cambiante, incontrolable, agotadora. En esos momentos bajaba la
vista hacia la avenida y la reposaba en sus aceras rectas y en su perspectiva
infinita surcada por pasos de cebra y cruces ortogonales; en la verticalidad de
los edificios de cristal y acero, en el cíclico cambiar de las luces de los semáforos.
El solía mirar desde la colina el paso de las
nubes e imaginar formas vivas en ellas, serpientes enroscadas, tormentas de
flor de algodón, jugueteo de sábanas; el viento de otoño rasgaba las formas,
desbarataba la vida pensada y en un juego de metamorfosis la transformaba en
seres imaginarios a veces terribles. En esos momentos bajaba la vista hacia la
llanura y la reposaba en el camino flanqueado de alerces que se perdía, en una
perspectiva infinita, en el horizonte brumoso que escondía al gran río.
Ella miraba su vida como un proyectil que
perdía impulso, presa del rozamiento de lo rutinario, frenado por docenas de
obstáculos en los que dejaba una mínima parte de su fuerza hasta casi agotarla.
Miraba cada batalla con desesperanza, sabiendo una victoria cada vez más difícil,
atisbando una futura derrota que se acercaba implacable, impasible.
El miraba su vida como un torrente que llega
al valle y deja de golpear las piedras, tiende a rodearlas, ignorarlas, se enlentece;
rehúye la batalla sabiendo una derrota segura y se dispersa en meandros donde
los niños depositan sus barcos de papel y bañan a sus animales, llevando en sus
aguas todo el peso del mundo.
Ella miraba fotografías antiguas y le vio a él
cuando compartieron distancia; recordó su rostro anguloso, sus manos pequeñas;
que cruzaron dos palabras olvidadas y el reflejo de una mirada tras las copas
de vino. Sin saber por qué, lo anheló: anheló un rostro y unas manos, unas
palabras y una mirada.
El miraba sus recuerdos y la vio falda recta
y risa fácil; recordó dos palabras grabadas a fuego y el reflejo de una mirada
tras las copas de vino. Sabiendo por qué, la anheló: anheló una falda y una
risa, dos palabras y una mirada.
Ignorantes del destino, jamás volvieron a
verse.
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