jueves, 31 de diciembre de 2015

Addio, Florida bella.

Conocí a Nicoletta bajo los cipreses de la Toscana, recogiendo (ella) sus prietos frutos, pintando (yo) las colinas doradas. La conocí joven, esbelta, haciendo bailar la brisa su faldita plisada, murmurando (también la brisa) entre sus muslos morenos, adueñándose del paisaje sus ojos tan verdes como las hojas del mirto. Nicoletta adoraba pasear entre las mieses las mañanas soleadas y nadar entre sábanas de lino las templadas noches, mientras las estrellas paseaban plácidas, curiosas, dibujando figuras en el azul profundo. Sus manos sutiles abanicaban el aire cuando hablaba dibujando figuras imposibles, mordiendo la uña del dedo corazón de la mano derecha, apartando el mechón de pelo negro y ondulado, negro azabache y ondulado, ondulado, ondulado, que le caía sobre la frente, que entraba en su boca siempre semiabierta, húmeda, que se enroscaba en un juego lúbrico entre su lengua y sus dientes grandes y blancos. Nicoletta era la tierra y el río, el suelo que pisé y el agua que bebí sin quedar jamás saciado, pidiendo yo siempre más, siempre sediento, siempre anhelante, siempre suplicante; ella lo rebosaba todo y asentía con ternura, jugaba con el deseo, derrochaba amor (sí, Amor) con desmesura guardando siempre más entre los pliegues de su cuerpo, en el dobladillo de la falda, en una mirada, en un guiño, en una sonrisa, en una palabra ininteligible pronunciada con cuidado a la sombra de los olivos: soprafatti, svitata, brama, io sono la radice del tuo desiderio. Ella surgía, inesperada, desde detrás de la fuente con un cántaro bajo el brazo, desde las sombras del viejo muro con una brizna en los labios, desde la nada de los campos con una diadema de florecillas salvajes; entonces absorbía toda la realidad dentro de sí y ella era el trigo y las nubes, el polvo rojo y las verdes agujas, la luz y la sombra… era también yo y era ella. Conocí a María bajo los cipreses de la Toscana, estudiando (ella) sus florecillas doradas, pintando (yo) las colinas rojizas. La conocí madura, delgada, cubierta de cuadernos de campo y lápices de colores, clasificando estambres y pistilos, dibujando peciolos verdes y pétalos amarillos, guardando minúsculas muestras de polen en papelitos encerados y anotando sus nombres con letra rápida y picuda. La conocí distante, protegida por flores multicolores en el campo, por libros de Ciencias en casa, por un escudo de cansancio y sueño entre sábanas de nylon. Atrayente, inaccesible, cerrada como un capullo de rosa de los vientos que sólo señalaba hacia sí misma; ignorante de su propia naturaleza centrípeta, fría hasta el colapso, ausente… Ella surgía, inesperada, desde detrás de la fuente con un botecito de musgo, desde las sombras del viejo muro con un lápiz en los labios, desde la nada de los campos con una diadema de Aurinia saxatilis en la carpeta; entonces, absorbía toda la realidad y la expulsaba fuera de sí en un juego especular, desesperante, gélido, ausente de vida; me estrellé mil veces contra ese muro y otras mil me estrellaría para romperlo en una inimaginable explosión de infinitas flores. Conocí a Valeria bajo los cipreses de la Toscana, talando (ella) sus troncos robustos, pintando (yo) las negras colinas. La conocí curtida, oscura, ahuyentando presencias con sus ojos verde oliva, rechazando ofrecimientos con un gesto fiero en los labios. Cruel. Sola. Llorando a escondidas de las miradas, herida por su misma espada en la piel de otros, en mi piel ya tan agujereada que la vida se me escapaba a chorros, y yo regalándole ese fluir, ofreciéndoselo a manos llenas para ella despreciarlo, dejarlo resbalar sobre su cuerpo y derramarlo en la tierra negra que jamás produciría fruto alguno. Vengativa, rodeada de un halo de sombras monstruosas e hirientes, apuñalando mi alma vacía con palabras cortantes, silbantes, profundas entre sábanas de franela. Ella surgía, inesperada, desde detrás de la fuente ya seca, desde las sombras del viejo muro derruido, desde la nada de los campos estériles; entonces, cesaba el viento y un silencio mortal llenaba mis oídos, mi pensamiento, mi vida. Así te conocí, Nicoletta María Valeria Broggi, mi luz y mi sombra, mi alfa y mi omega, mi orto y mi ocaso. Addio.

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