jueves, 31 de diciembre de 2015

Mondragón

Monseñor: respeto y tal vez comparto su decisión sobre el futuro de mi persona; es cierto que cuarenta años enclaustrada es un bagaje muy largo, y que esa impedimenta me ha pesado como una losa, alejada del mundo y encerrada en los hábitos, tanto tejidos como de vida, que el monasterio impone. Yo, en Su lugar, hubiese tomado la misma decisión si hubiese tenido que juzgar mi caso; aunque es de lo más normal que una monja entrada en años se encariñe de una nueva compañera, que su rostro se muestre arrebolado cuando ella la mira, inocente… aunque es de lo más normal, repito a Su Señoría, también es normal que la monja añosa sea exclaustrada y secularizada cuando se la halla, desnuda, en la celda de aquélla. Ahora bien: he de decir en mi descargo que yo no era ella; es decir, que no fui yo, veterana Sierva de Dios, quien en intención concupiscente entró en la celda de la novicia. Sé que cinco hermanas me vieron, o la vieron; en tales circunstancias el hecho es sorprendente, pero esta monja sólo se recuerda a sí misma acostándose en su celda y durmiendo toda la noche; por tanto, Monseñor, quien acosó a la joven hermana sólo pudo ser aquélla de la que os he escrito otras veces, mi sosías. Se os refrescará la memoria si releéis mis cartas de los años precedentes, donde os informaba de que una monja exactamente igual a mí rondaba por las noches el claustro y la capilla; de que varias hermanas la vieron y la llamaron por mi nombre pero no respondió; de que se sospechó de ella (de mí) respecto a la desaparición de las ofrendas del cepillo y de los dulces (varias veces) de la despensa; de la muerte trágica de la anterior superiora, caída desde el andamio del transepto cuando estaba en mi compañía (pero yo estaba en el lavadero) etcétera. Os aseguro que yo misma la he visto dos veces: en el refectorio sentada en mi sitio, y en el coro la víspera de nuestra patrona de hace un año. Entiendo que vos, Monseñor, no ha tenido más remedio que actuar de este modo ante las pruebas apabullantes que en mi contra se han presentado. Sea. Pero le ruego que, en consideración de lo que le acabo de relatar, escriba al director de este centro para que se alivie en lo posible mi situación, se me deje pasear por el jardín al menos una vez al día y se rebaje la dosis de pastillas que me adormecen y no me dejan pensar con claridad: ayer fui incapaz de explicar al doctor que una enfermera nueva del turno de noche era exactamente igual a mí, aunque ninguna de las dementes que hay aquí quiso darse cuenta. Que Dios le guarde muchos años. Sor María.

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