jueves, 31 de diciembre de 2015

El contrato de Carón

Bases. 1. Dos hechos intrascendentes marcaron profundamente mi vida. El primero fue el increíble tránsito de mi padre, que nos abandonó teniendo yo dieciséis años; al día siguiente de mi cumpleaños, mi padre asistió a una conferencia muy científica sobre los estados paralelos de la mente, la meditación y el nirvana que le impresionó de tal manera, que decidió poner en práctica lo que había escuchado y se sentó en la posición del loto para meditar; y tan profunda y fructífera debió de ser la meditación, que durante noventa días estuvo así sentado, ausente y olvidado de su cuerpo. Mi madre comenzó a preocuparse a la hora de la cena, cuando mi padre no acudió a la mesa e hizo caso omiso de las llamadas, los gritos, los zarandeos y a la postre las bofetadas con las que ella se deshacía de su nerviosismo. Los muchachos del 112 se rascaban la cabeza ante la búdica figura de mi progenitor, y se miraban atónitos cuando comprobaron que, a pesar de poner todo su empeño y fuerza bajo las axilas, no podían levantar a mi padre del suelo ni sacarlo de la posición del loto. Finalmente llamaron a los bomberos que, con sus instrumentos de excarcelación, levantaron la hierática figura y se la llevaron al hospital con dos buenos metros cuadrados de tarima pegados al culo. En el hospital no desperdiciaron una cama para colocar a un hombre sentado, así que le buscaron acomodo en un rinconcito del office de las enfermeras, y allí le visitaba el psiquiatra cada mañana sin poder sacarle una sola palabra; le sometieron a radiografías y análisis pero no lograron hacerle pruebas más complejas ya que en la postura en la que se encontraba y la tarima en el trasero impedían su cabida en los aparatos. Las palabras del psiquiatra eran siempre tranquilizadoras para con nosotros: - Un estado catatónico severo, -decía- del que sin duda lograremos sacarle. Le estamos administrando los fármacos apropiados por vía endovenosa ya que es imposible hacerle tragar nada, y creo que ya se vislumbra una mejoría porque me ha parecido ver un ligero pestañeo esta mañana. Las visitas al hospital se calcaban unas a otras: nos sentábamos en el office, la jefa de enfermeras nos daba una taza de café y contemplábamos el beatífico rostro de mi padre; mi madre, que había oído de un caso similar, se empeñaba en hablarle constantemente y le contaba los chascarrillos de la vecindad, le leía los titulares del diario, le ponía el paraguas entre las rodillas y le pedía que se lo guardase un momentito, mientras daba vueltas al café con la cucharilla; las enfermeras entraban y salían cargando jeringas y acarreando termómetros y carritos de curas mientras nos miraban de reojo. Lo cierto es que lo único inmutable en aquella situación era mi propio padre, que parecía el verdadero ombligo del mundo alrededor del que todo gira y se retuerce; como una roca, creo que era la única cosa real y cuerda de aquellos días. Pronto se dieron cuanta los médicos de que mi padre comenzaba a adelgazar, y conjeturaron que este hecho era tal vez debido a que no ingería ningún tipo de alimento ni bebida, y como parecía harto difícil hacerle comer de un modo natural, intentaron insertarle una sonda hasta el estómago para administrarle purés y jarabes; la aventura de la sonda tuvo muy poco recorrido: dado que mi padre meditaba con el cuello ligeramente flexionado, y también como consecuencia de su falta de colaboración, fue imposible hacer progresar el tubo a través de su garganta, y la sonda que introducían por su nariz asomaba indefectiblemente por la boca abandonando la vía natural que la conduciría hasta el estómago. Ante tan sonoro fracaso, nos pidieron permiso para hacerle un agujero en el vientre que comunicase directamente el estómago con el exterior e introducir por allí, como si de la caldera de una locomotora se tratase, los alimentos. Mi madre consintió y firmó los papeles. Según nos dijeron, la operación fue harto difícil: mi padre se negaba pasivamente a extenderse sobre la mesa del quirófano, y tuvieron que intervenirle sentado; la tarima del trasero representó una peligrosa amenaza contra la esterilidad de la sala y tuvieron que bañarla en desinfectantes durante media hora antes del procedimiento; los brazos que mi padre descansaba sobre las rodillas impedían el acceso franco a su abdomen y tuvieron que usar material de veterinaria (del tamaño que se usa para los caballos) para llegar a la piel del vientre; el anestesista tenía serias dudas sobre si mi padre estaba realmente dormido durante la operación, incluso sobre si era necesario o conveniente anestesiarle o ya venía dormido de casa; lo cierto es que las constantes del enfermo permanecieron inalterables y después de tres largas horas en quirófano y otras dos (¿Para qué?) en la sala de despertar, devolvieron a mi ahora agujereado padre a su rinconcito del office. A pesar de una nutritiva alimentación a base de purés de legumbres, pollo triturado, hígado encebollado y complejos vitamínicos, mi padre seguía adelgazando; la verdad es que parte de los alimentos que se vertían a su estómago volvían a salir por el agujero como por la puerta abierta de una lavadora, y las enfermeras idearon un sistema con un tapón para evitar semejante desperdicio; aún así, en cada nueva toma comprobaban que la comida anterior no había sido digerida y estaba en el estómago tal cual la habían introducido; en una palabra, mi padre no hacía la digestión. Le practicaron una gastroscopia a través del agujero sin encontrar impedimentos a la progresión de los alimentos, y comprobaron que los movimientos intestinales eran normales, pero la comida seguía allí, estancada. Finalmente los médicos se dieron por vencidos: el paciente se negaba a comer; y ante la verificable circunstancia de que mi padre no consentía ser tratado según el saber de la ciencia, se apresuraron a darle de alta con el diagnóstico de "cuadro catatónico con ausencia de consentimiento para tratamiento nutricional". En casa, mi madre hizo colocar a mi padre en el mismo sitio en el que estaba, encajando la tarima del culo en el agujero que habían dejado los bomberos; cada día ponía un poquito de agua de Lourdes en el agujero estomacal, esperando que la salutífera disolución obrase el milagro de devolverle la razón, pero el intento fue vano: la meditación de papá era realmente profunda. El adelgazamiento se hacía cada vez más evidente; la piel empezó a acartonarse y tomar el color del pergamino viejo, incluso aún más tostado; las prominencias de los huesos iban dejando su impronta en ese pergamino, los ojos -siempre cerrados- se iban hundiendo en sus órbitas y su aspecto general era el de una momia; sólo conservaba intacta su hermosa mata de cabellos grises que mi madre se encargaba de cepillar y perfumar cada mañana. Aproximadamente a los tres meses, el médico de cabecera nos anunció que mi padre había muerto: ya no oía el latido de su corazón; en realidad no sabemos a ciencia cierta cuándo murió, ya que las visitas del médico eran espaciadas y erráticas; podía llevar muerto una semana o cinco minutos: su aspecto exterior era el de todos los días; mamá lloró un poquito y descansó. El entierro fue una pequeña catástrofe: aunque con la muerte la tarima se le desprendió milagrosamente del trasero, no hubo manera de meterlo un una caja decente porque papá siguió en la misma postura; en el tanatorio se hacían de cruces y decidieron por fin que lo mejor era introducirlo en una tinaja, como en la edad del bronce, y soterrarla ya que no cabía en nicho o panteón ninguno. Mi madre se empeñó en que había que vestirlo con su traje de raya diplomática y eso representó un gran quebradero de cabeza: con las piernas cruzadas y los brazos rígidos, hubo que descoser los pantalones y las mangas de la americana para poder ponérselos, y después coserlas in situ; la camisa se puso directamente sin mangas; le quedaba inmenso, tanto había adelgazado. El funeral fue de lo más normal. He dicho antes que hubo otro hecho que me marcó, y ocurrió más o menos un año después: me enamoré. Con la muerte de mi padre tuve que dejar los estudios y ponerme a trabajar para llevar el sustento a casa; mamá, que era conocida de la prima de la mujer del director de la sucursal local del Banco Blanca Paloma, logró que me admitiesen de conserje para abrir la puerta a los clientes, llevar correo y recados y traer café: nada complicado; pasaba gran parte de la jornada sentado en un pequeño escritorio junto a la puerta guiando a los clientes importantes entre las diversas ventanillas y mesas: lo que se llama trato personalizado. Pues bien, sí: me enamoré perdidamente de una cliente importante. Ella llegaba los jueves a media mañana: su Mercedes se detenía en la puerta del banco, se abría la portezuela trasera y aparecía primero una pierna izquierda, siempre igual, indefectiblemente, enfundada en una larguísima media de color claro; después asomaba la pierna derecha, igualaba la posición de los pies y se daba un pequeño impulso para expulsar el cuerpo fuera del coche; se arreglaba la falda (siempre estrecha, siempre a las rodillas, siempre clara), recogía un maletín oscuro y tactaconeaba hacia la puerta, donde yo la aguardaba, solícito, aguantando las ganas de hacerle una gran reverencia: -Buenos días, Señora Montjoie (la pronunciación de su apellido se resbalaba por mi boca como una cucharada de jalea dulce y sensual); por supuesto, ella no contestaba: yo era invisible a sus ojos color almendra; se alejaba - tac tac, tac tac, tac tac- hacia el despacho del director, arreglaba sus cuentas y volvía a salir. Ese pequeño recorrido de vuelta (desde el despacho del director hasta la puerta donde yo me encontraba) llenaba los quince segundos más intensos de la semana: el aura de la señora Montjoie me golpeaba desde lejos, y sus oleadas me envolvían una tras otra; creo que mi mirada oscilaba entre sus piernas y sus ojos, pero no estoy seguro de ello; de lo que si estoy seguro es de que mis pantorrillas temblaban bajo los pantalones y de que, al pasar por la puerta que yo mantenía abierta, me envolvía su perfume (¿Cuál? No lo sé: jamás he vuelto a olerlo en otra persona) y un nudo en la garganta me impedía respirar. Las visitas de Montjoie no eran periódicas; ella solía aparecer a las once en punto, y hasta esa hora yo no dejaba de mirar al reloj; si el tactaconeo no se oía a las once y cinco, es que no iba a venir y mi humor empeoraba considerablemente pensando que tendría que esperar otra semana completa para verla: una tortura que yo asumía lentamente como una prueba de paciencia con que las circunstancias me regalaban. Cierto día la señora Montjoie sufrió un pequeño traspié junto a la puerta, y mecánicamente posó su brazo sobre el mío para mantener el equilibrio; el contacto me electrizó y una nube de perfume envolvió mi cabeza; ella, por primera vez, me miró a los ojos y su mirada era como un par de puñales agudos y misericordes, largos, profundos, dulces en su función de matar limpiamente, templados, calientes, amorosos... o eso me pareció; creí ver en ellos una ligera dilatación de la pupila cuando nuestras miradas se mantuvieron durante una milésima de segundo, ya que rápidamente, ambos, bajamos la mirada hasta el suelo -yo hasta el infierno- y ella retiró su brazo del mío con un medido "perdón". Recogí su maletín caído en el suelo y me ofrecí a acompañarla hasta el despacho. Yo estaba ya completamente perdido; desde ese día, por costumbre, ella me ofrecía el maletín al llegar y yo le abría paso durante unos cortísimos veinte metros hasta la puerta del director. El enamoramiento juvenil tiene la virtud de tomar tintes de obsesión. No había minuto de vigilia en que no me imaginase a mí mismo paseando con Montjoie (¿Cuál era su nombre de pila?), de la mano de ella, besándonos, yendo al cine, acostados, reclinados, contándonos nuestros vicios, rememorando esos primeros encuentros en los que tanto ella como yo, ya perdida y secretamente enamorados, no nos atrevíamos a hablar el uno con el otro... Estos sueños se me hacían cada vez más insoportables porque no saciaban mis deseos, y me veía en un callejón sin salida; así que tomé la determinación de enviarle un mensaje: le puse una nota en el maletín; era una nota imbécil, juvenil, donde hablaba mucho de ella y poco de mí. Esperé anhelante su siguiente visita y esperé en vano porque la señora Montjoie jamás regresó al banco; oí decir al director que el señor Montjoie descubrió una nota en la cartera y cerró sus cuentas inmediatamente abandonando la ciudad. Notas y diario; 25 de agosto. Calor sofocante; llevo toda la tarde sentado en la terracita alternando refrescos y cerveza. El sujeto sigue en su casa y lo veo a través de su ventana; habla con alguien oculto a mi vista. Gesticula. Obeso. Sé que tiene palomas ¿Colombófilo? Sí. Psitacosis, colesterol, hipertensión, tal vez insuficiencia cardíaca: eso facilita las cosas de cara a la galería. Gesticula más, se acalora, se sofoca... ¿Ventolín? Asma, bronquitis, bien. El calor no me molesta, a él tampoco: aire acondicionado en casa suya seguro que sí o no lo soportaría con todo cerrado. Mala construcción sintáctica pero son los caminos de mi mente los que escriben. Oscurece y él desaparece de la ventana: siempre sale a esta hora, cuando el sol se oculta (ver notas previas). Muchas palomas en este barrio ensuciando las aceras y los coches, zureando, arrullando, gimiendo, dando vueltas los palomos sobre sí mismos a la vista de las hembras, hinchando el pecho como humanos de gimnasio, mendigando migajas bajo las mesas de la terraza; ojos como cabezas de alfiler, de alfiler de cabeza gorda y roja; idiotas todas. Él sale del portal; no es él: es una mujer delgada que no se parece en nada a Ella; da igual: hace mucho que ya no la busco en los ojos de todas las mujeres, está olvidada (¿O no?) No, no está olvidada pero está prohibida absolutamente así que veámosla pasar por nuestro cerebro como una brisa suave que no deja rastro ni recuerdo. Esta silla coja me está incomodando toda la tarde. Ahora sale, le sigo. Ha caminado despacio hasta el casino y ha tomado un Old Fashioned (Whiskie, angostura, azúcar, una rebanada de naranja: para papá). Incontinente, dos visitas al baño en quince minutos. Sentado en el taburete alto: se escurre por ambos lados; parlotea con el camarero: se conocen, cliente habitual. ¿Yo? Agua cristalina y periódico: quince muertos por accidente de tráfico el fin de semana: lo sé. Hablan de fútbol (palomos persiguiendo una pelota). Otro Old Fashioned: de un trago, el inconsciente; otro. Espero. El casino es un lugar agradable, poca gente en verano; mesas sólidas, oscuras, tapetes fieltriverdes con los bordes levantados, alguna mosca sorbiendo azúcar de viejas gotículas evaporadas en los bordes de las mesas. Se fuma a escondidas de una mampara de la que el humo se ríe, evitándola. Llamo la atención con mi agua y mi periódico: pido un Dubonnet (no apunto, es asqueroso). El sujeto lleva tirantes (esa tripa es un tobogán para cualquier cinturón); pííííícnico. Paga y sale tambaleante, el calor le abofetea, se sonroja, suda, se apoya en el quicio y respira con dificultad. Ahora. Apoyo mi mano en su hombro: -¿se encuentra Bien? No se encuentra bien; su cuerpo resbala y se medio sienta en el suelo, grito al camarero que llame al 112, y observo cómo el sujeto mira al suelo y palidece rápidamente; aspiraciones guturales, quejidos ahogados, ojos que escapan de las órbitas, estertor y final. Está hecho. Gente que se arremolina y peticiones inútiles: uno, una manta; otro, póngalo de costado; otro, reanímenlo: nadie se mueve de su palco. Varios vuelven la cabeza, tapan los ojos a los niños y se alejan avergonzados o temerosos. Está hecho. Llega la inútil ambulancia; no tienen nada que hacer porque todo Está hecho. Bases. 2. El episodio del banco tuvo otras consecuencias: mi despido fue inmediato, rodeado de las burlas de los compañeros y la ira del director que ya barruntaba su descenso a los infiernos del status bancario; mi madre cayó en una bien meditada depresión clamando a la vergüenza y llorando por la inminente ruina que la obligaría a servir –jamás empleó otro término- de casa en casa; no dejaba pasar ocasión de lanzarme, de lejos y de cerca, invectivas constantes que contenían palabras como sonrojo, inconsciencia, idiotez, maldad, desapego, egoísmo, imprevisión, genes, infantilismo, desamor; otras se me han olvidado. Fueron unos días muy malos que ahora contemplo con sensación de irrealidad; apenas me quedaba yo en casa y salía muy temprano a caminar entre calles, jardines y pensamientos. Las calles eran todas iguales en mi ciudad: manzanas cuadradas y ángulos rectos, comercios que se repetían a sí mismos hasta la nausea, oficinas bancarias que abarcaban el arco iris: la azul, la verde, la granate, la roja, todas distintas por fuera y todas exactamente iguales por dentro, con los mismos rostros detrás de idénticas mesas llenas de papeles con un terminal de ordenador a la derecha y una mampara de cristal esmerilado que guardaba el cubículo de la dirección. Los jardines sólo sustituían los edificios por árboles y praderas; únicamente su olor a frescura y las sombras agradables, su pertinaz soledad y el silencio podían darme un poco de reposo, porque allí me deshacía temporalmente de mí mismo (es curioso: mi padre se encerró eternamente en su propio jardín antes de morir) y evitaba los pensamientos que me ocupaban día y noche; y eran pensamientos de pérdida: pérdida de Ella, pérdida de mi madre –ahora veo claro que jamás fue mía, ni yo suyo- pérdida sobre todo de la inocencia que hace creer en el amor, Eros, Filia, Ágape. Una vida así es muy difícil de vivir. Todas estas reflexiones estaban centradas en mí: yo había fallado, yo había perdido y hecho perder, yo estaba vacío, era un defraudador de ilusiones, un mal hijo, una víctima de la más horrenda trampa del destino; pero… ¿Y ella? ¿Me añoraba? ¿Sufría? ¿Le había herido la pérdida, su marido, el – hecho – en – sí – para - sí, el sometimiento, la frustración, la negación o el olvido? ¿Erré al interpretar sus ojos almendrados? Creo que no aunque eso, ahora, da exactamente igual. Notas y diario; 8 de septiembre. Hoy era mi cumpleaños, 18. El destino quiere que visite a mi madre: años hace que no la he visto (paradoja temporal). Agoniza en cama de hospital: cuidados paliativos, cáncer de algo, no sé qué. Mismo hospital en que mi padre se rió de todos nosotros desde fuera de sí. Jocoso, todo un personaje. Paseo por las salas: Infantil, triste desde fuera, alegre por dentro. A ellos no les importa, se divierten aún enfermos, relativizan, no anticipan; te miran a los ojos y sonríen por dentro; lo sé. Quirúrgica: grapas, tubos, perforaciones, cortes. Dolientes. Por días, casi organismos cibernéticos: Cyborg. A veces voy: miedo, angustia, todos adultos que no ven. Aún. (Reflexionar sobre si no ven o no miran). Geriatría: hartos unos de vivir, otros no; generalmente descansan, asumen, saben mucho, preguntan poco; años dolor de espalda y paz les dan: lo aprenden lentamente. Les gustan las mariposas, sobre todo las pequeñas; curiosidad: a más vida, menos anhelos; ¿Cansancio? No: ellos ven más allá (¿El?) Paliativos, eufemismo (pallium, lo que cubre, lo que oculta, o lo que protege… qué más da). Aquí está ella – no Ella- anciana seca arrugada nívea desdentada, sedada, reposo en cuerpo y no en alma hasta que mire, hasta que vea. Monitor, lagarto monitor varano waral salvador pensamiento fonético paralelo, con líneas cada vez más, más, más, más planas (asociación: cuenca del Po entre la niebla de noviembre en Ferrara). La beso justamente, exactamente en el último instante. Bases. 3. Lo hice a los pocos días, me suicidé; de la manera más tonta, no entraré en detalles, con la escopeta de papá y un antiquísimo cartucho de postas para el jabalí. Limpiándose sus gafas un jabalí: “Arreglo dentaduras, venid a mí.” Lo hice en casa creo que para que mi madre lo sufriese en su conciencia, aunque no fue así: me alegro de que no fuese así. Ahora paso el famoso túnel de luz y mi padre está al otro lado esperando. Bromea y luego se pone serio: - Mira, muchacho, no has aguantado la presión y lo has hecho muy mal; no has entendido nada o no has querido entender, la cosa es que no hay vuelta atrás, pero tampoco tienes vía hacia delante; tienes mucho que aprender, así que los jefes de aquí te mandan a la escuela. Mi padre sigue siendo un bromista, me habla en la posición del loto con una sombra pegada al trasero, etéreo, tan liviano que todos los cuerpos podrían atravesarlo, o tan denso que él podría atravesar todos los cuerpos, aunque en realidad suelen ocurrir ambas cosas a la vez. Así me convertí en la Muerte; bueno, en uno de los miles que hacemos este trabajo y nos redimimos aprendiendo. De vez en cuando subo a charlar con papá y le voy dando mis páginas de notas en papel de arroz, esas que escribo al hilo de mis pensamientos; le gustan, las lee y las usa para fabricar porros que fuma lentamente, construye figuras en el Éter con el humo y dibuja góndolas, cisnes, desiertos, mendigos tuertos… hace cabriolas sobre su nubecilla trasera, y me comenta: - Mira, hijo: esta voltereta me la ha enseñado Sun Wukong, el Rey Mono.

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